HISTORIA DE CERDEÑA
El nombre de la ciudad tiene un origen muy antiguo y se cree que fue
la civilización nurágica quien le dió el nombre de Karal o Karallai.
Este nombre cambió a través de los siglos y según las diferentes
dominaciones hasta llegar al actual nombre de Cagliari, nombre dado por
los Aragoneses en el siglo XIV.
Cagliari estuvo habitada desde el Neolítico por el pueblo de los
Nuragos, más tarde, en el 48 a.C. se convirtió en “municipium” romano y
se construyeron templos, villas y termas.
Después de ser conquistada por los Bizantinos en el año 534, la
ciudad organizó, en el siglo IX, un gobierno indipendiente y se
convirtió en el “Giudicato di Cagliari”. Los “Giudicati” se referían a
formas de gobierno regidas por los “Giudici” (jueces) que surgieron
durante la Edad Media.
Seguidamente, fue conquistada por los Pisanos y más tarde, por los
Aragoneses que la gobernaron desde 1326 a 1708 año en que la cedieron a
Austria a cambio de Sicilia.
Finalmente, en 1720 fue cedida al Reino del Piamonte para pasar a formar parte después del Reino de Italia.
TROPAS CATALANO-ARAGONESAS EN CERDEÑA
Las tropas catalano-aragonesas del monarca Jaime
II fueron las últimas en desembarcar en la isla: pero sellarían
cuatrocientos años de dominio hispano sobre ella, impronta que incluso
en nuestros días se percibe en su cultura, en su lengua (el catalán es
idioma oficial en algunas ciudades) y en sus tradiciones.
A
finales del siglo XIII, el cronista Bernat Desclot aseguraba que ninguna
nave se atrevía a surcar el Mediterráneo sin el permiso del soberano de
Aragón, ni ningún pez asomaba de entre las aguas sin portar en la cola
su escudo real. Unas palabras altisonantes, acordes a ese género de
literatura medieval, pero que para entonces retrataban el inabarcable
horizonte alcanzado por la política expansiva de la Corona aragonesa,
impulsada por el precoz final de la reconquista ante el Islam tanto
peninsular (Valencia y posteriormente Murcia), como de la insular (las
islas Baleares), durante el reinado de Jaime I. De ahí su apodo, el
Conquistador. La proyección militar y comercial hacia nuevas rutas
marítimas –especialmente el disputado centro de la cuenca mediterránea- y
el choque con los intereses de la francesa Casa de Anjou en Nápoles y
Sicilia, unidos a la intervención de mercenarios almogávares en apoyo
del emperador bizantino contra los turcos en Asia Menor, había puesto
bajo la hegemonía catalano-aragonesa Malta (1283), la tunecina isla de
Djerba (1284) y los ducados de Atenas y Neopatria (1311). La anexión de
Sicilia, la cual se desarrolló en diversas fases, entre 1282 y 1302,
requirió de mecanismos diplomáticos de mayor complejidad: sentado en el
trono Jaime II el Justo (1291-1327), el pontífice Bonifacio VIII medió
entre franceses angevinos y aragoneses con objeto de poner fin a un
conflicto que convulsionaba Occidente desde hacía décadas, con la
península italiana como epicentro. En el tratado de Anagni (1295) se
alcanzó un acuerdo que satisfizo a las dos partes implicadas: Jaime II
esposó a la primogénita de Carlos II de Anjou, y aunque renunció a la
corona siciliana a favor de la Santa Sede, obtenía en una cláusula
secreta la soberanía nominal del reino de Córcega y Cerdeña. Nominal,
puesto que sendas islas, bajo dominio genovés y pisano, respectivamente,
tenían que ser conquistadas todavía por la fuerza de las armas. Una
empresa ardua si consideramos que ambas repúblicas, casi siempre
enemigas, y en ocasiones aliadas, detentaban un formidable poderío naval
en el mar Tirreno y en el Mediterráneo, compartido asimismo por la
Serenísima, Venecia. La autoridad aragonesa sobre Córcega ni siquiera
llegó a fructificar, a excepción de en algunos enclaves, y en continua
disputa con los poderes locales y con la influencia francesa; de hecho,
hasta 1768 fue posesión genovesa. Pero la fortuna sí sonrió a las armas
catalanas en el caso del reino sardo.
Las crónicas de Ramón
Muntaner y de Pedro IV de Aragón (esta última producida en el seno de su
Corte) nos narran la expedición de Cerdeña, retrasada durante cerca de
30 años a causa de los avatares internos de la monarquía. En 1323, tras
tejer una sutil red de relaciones diplomáticas que había aislado a Pisa
de sus vecinos en la Toscana, y levantado al pueblo sardo contra sus
amos -a excepción de en un puñado de fortalezas y villas pisanas- bajo
la égida del juez de Arborea Hugo II (Cerdeña constaba de cuatro
divisiones administrativas, denominadas juzgados), había llegado la hora
de reclamar la isla para Aragón. Un primer cuerpo expedicionario partió
con el vizconde de Rocabertí a la cabeza de 200 caballeros y 12.000
infantes y almogávares en apoyo inmediato de Hugo II, mientras que el
principal contingente se reunía en Port Fangós, donde una armada de más
de 80 naves esperaba el embarque de la hueste. El infante Alfonso,
futuro Alfonso IV, guiaba un preparado ejército compuesto por 1.000
caballeros bien equipados, 4.000 infantes, 2.000 ballesteros y 3.000
soldados auxiliares, de procedencia aragonesa, catalana, mallorquina y
valenciana.
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RECREACION LLEGADA CATALANO.ARAGONESES A CERDEÑA |
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